Pues que quereis que os diga. Para mi es uno de los grandes males de nuestro tiempo. Independientemente de los estragos físicos que provoca, el mismo hecho de que casi hay que tenerlo por obligación para ser un ciudadano de provecho cuando ahora mismo hay más dinero en el mundo que nunca y cada vez más desigualdad, es un indicativo que algo falla en nuestra sociedad.
Asúmelo: hoy en día, si no tienes estrés, no eres nadie. Se estima que un tercio de los estadounidenses tienen estrés crónico y que casi la mitad consideran que su nivel estrés ha aumentado durante los últimos cinco años. En España, hasta tres de cada cuatro personas reconocen tener estrés a causa de la crisis.
El estrés está de moda y, además, combina con todo. De hecho, se podría decir que no hay nada más democrático que el estrés. Seas CEO o becario, profesor o alumno, elector o presidente, nuestro protagonista de hoy no discrimina. Pero realmente ¿Qué nos hace el estrés? ¿Cómo nos lo hace? ¿Deberíamos tomárnoslo más en serio o es una excusa más para vendernos la pastillita de turno?
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¿Qué es el estrés?
Hemos usado y abusado tanto de esa palabra que la respuesta es sencilla y compleja a la vez. En realidad, hay muchos tipos de estrés: fisiológico, mecánico, gastronómico. Pero todos pueden definirse una forma similar como «las condiciones en que una demanda ambiental excede la capacidad de regulación natural de un organismo«, máquina o sistema (Koolhaas, 2011).
Toda máquina tiene unas condiciones óptimas de uso y conservación. Si las forzamos, en algún momento, la máquina irá perdiendo eficiencia e, inevitablemente, acabará por [atención: spoiler] romperse.
Hoy hablaremos fundamentalmente del ‘estrés psicológico’ que es al que nos referimos cuando hablamos de estrés en la vida diaria. Y, además, es el que hace que el problema sea un poco más complejo porque cuando hablamos de psicología ya no importa que las ‘condiciones ambientales’ sean objetivamente estresantes, basta con que alguien lo crea.
¿Cómo funciona (nuestra respuesta) el estrés?
Si lo pensamos un segundo, nuestros mecanismos de respuesta al estrés son de lo bueno lo mejor y de lo mejor lo superior. Cuando percibimos (o creemos percibir) algún estímulo que nos amenaza de alguna forma, nuestro cuerpo se prepara, ¡él sólo!, para lo que llamamos «una reacción de lucha o huida». Ante un peligro no tenemos que pensar y planificar nuestro siguiente paso, sino que la respuesta natural es clara: correr o liarse a guantazos. Eso es una ventaja evolutiva brutal sin la cual nuestro abuelo paleolítico habría pasado largas temporadas en el estómago de leones, hienas y jaguares. Todo muy zen.
El funcionamiento es relativamente sencillo: el sistema nervioso autónomo es el encargado de todas las cosas involuntarias del cuerpo como la respiración, los parpadeos o los latidos del corazón. Está compuesto por los dos grandes archienemigos: el sistema nervioso simpático, encargado de la activación y el movimiento, y el sistema nervioso parasimpático, encargado del reposo y el descanso.
Ante un estímulo percibido como peligroso, nuestro sistema nervioso simpático se dispara; él nos prepara para la acción: dilata las pupilas y los bronquios, acelera el corazón; aumenta la secreción de las catecolaminas – como la adrenalina o la noradrenalina – que nos acaloran y nos dan energía y de glucocorticoides – como el cortisol – que nos elevan el nivel de azúcar en sangre y tienen efectos antiinflamatorios.
Como es esperable, la respuesta al estrés es generalmente transitoria y tras la fiesta del simpático, viene el sistema nervioso parasimpático a limpiar, fregar y dejarlo todo recogido. Y menos mal porque los «efectos secundarios» de la respuesta al estrés (la inmunosupresión, la inhibición del crecimiento o el aumento de catabolismo) son perjudiciales a largo plazo y pueden ocasionar desde úlceras a trastornos cardiovasculares.
Lo que el estrés le hace a nuestro cuerpo…
Tras la segunda toma de posesión de Obama, muchos medios se dieron cuenta de que el presidente había envejecido en esos cuatro años mucho más de lo razonable. Aunque el Tea Party nunca se puso de acuerdo en si esto era debido a su radicalismo comunista o a su integrismo islámico, desde Magnet podemos confirmar que no es un hecho aislado y afecta tanto a demócratas como a republicanos en lo que algunos ya llaman la ‘Maldición de la Casa Blanca‘.
Aunque estas fotos son muy llamativas, no todos (por fortuna) somos presidentes de los Estados Unidos de América. La verdad es que el estrés agudo (la experiencia ocasional de estrés) no suele provocar problemas permanentes de salud. Más allá de dolores musculares (mandíbula, cuello, espalda) y de cabeza o problemas gastrointestinales, un poco de estrés no hace mal a (casi) nadie.
Los problemas vienen conforme el estrés gana espacio y tiempo en nuestras vidas. En la medida en que el estrés se hace crónico, otras enfermedades se hacen más probables a medio y largo plazo: dolores crónicos de cabeza, migrañas, diabetes, hipertensión, obesidad y problemas cardiovasculares están a la orden del día.
…y lo que le hace a nuestro cerebro.
Una de las grandes preocupaciones en cuanto al estrés es por sus consecuencias psicológicas, conductuales y neurológicas. Los problemas relacionados con la ‘salud física’ tienen aparentemente una solución sencilla y controlable: deporte, autocuidado personal y una dieta sana y equilibrada. Siempre podemos apuntarnos a un gimnasio.
En cambio, la salud psicológica suele parecer más complicada. El estrés genera ansiedad y enojo, agitación, mal carácter, irritabilidad y tensión constantes. Por eso sus efectos se son especialmente importantes en nuestras facetas sociales y personales (Crockett, 2007).
Además, interfiere con algunas ‘funciones cognitivas superiores’. Dificulta el aprendizaje y la memoria, provoca (o puede provocar) serios problemas de sueño y aunque mejora nuestra capacidad de trabajo, reduce nuestra creatividad ( Nguyen y Zeng, 2007).
Aunque el mayor problema no está en los párrafos anteriores. El mayor problema es que el estrés se presenta en nuestras vidas de forma sutil e inadvertida hasta que nos tiene agarrados. A esto lo llamamos ‘la trampa del estrés‘. Nos acostumbramos a él de tal forma que todo nuestro entorno, nuestro cuerpo y nuestro cerebro lo necesitan. Si tener mucho estrés es estar cansados de forma permanente e inespecífica, cuando caemos en su trampa dejamos de poder descansar: perdonen el exceso literario, pero nos volvemos adictos al estrés de la misma forma en que somos adictos a nosotros mismos. El estrés pasa a ser un parte indistinguible de nuestra forma de ser.
La buena noticia es que, salvo en casos de estrés postraumático, los efectos psicológicos del estrés se puede solucionar con un cambio en los hábitos de vida. No es sencillo porque cambiar siempre es difícil, pero es posible.
Lo que no está claro si nos hace…
Algunas investigaciones apuntan a la posibilidad de que, para entendernos, el estrés pueda cambiar el ADN. Robert Lefkowitz, premio Nobel de química en 2012, decía al Daily Mail que los trabajos de su equipo de investigación podrían «dar una explicación plausible de cómo el estrés crónico puede conducir a una variedad de condiciones y trastornos humanos, que van desde meramente cosmética, como el pelo canoso, con trastornos potencialmente mortales, como tumores malignos».
Podría, cierto. Pero, en estas cosas, es mejor andarse con prudencia. Primero porque estos estudios están en pañales y segundo porque investigaciones tanto o más interesantes no han sido capaces de encontrar relación ni entre las canas y el estrés ni entre el estrés y el cáncer – por hablar solo de las dos posibilidades de las que hablaba Lefkowitz en la entrevista
… y lo que no nos hace de ninguna manera.
Está claro que el estrés tiene un efecto en nuestro cuerpo. De hecho, ese efecto se puede medir. Lo llamamos ‘carga alostática‘ y básicamente son seis indicadores con los que podemos cuantificar aproximadamente lo que le ha costado a cada persona adaptarse a las situaciones de su vida.Si las situaciones han sido estresantes, el costo es mayor y el desgaste del organismo también.
Esos seis indicadores son 1) la presión arterial, 2) la relación cintura/cadera o el perímetro abdominal, 3) los niveles de cortisol, 4) los niveles de colesterol, 5) el nivel de glucosa en sangre y 6) los niveles de catecolaminas.
Como digo, esto nos permite evaluar el desgaste del organismo y, por extensión, la propensión teórica a sufrir determinadas enfermedades. O sea, en el fondo, el estrés nos da más boletos en una lotería que es mejor no ganar.
Todo lo demás es literatura. Todos esos artículos alertándonos de que muchas cosas (desde el estrés a Tinder) tienen efectos en el cerebro se mueven entre lo trivial («todo altera el cerebro«)** y lo sensacionalista** («¿Es que nadie va a empezar en los niños?«). Un consejo: no lean artículos con un título tipo «Lo que el estrés le hace a tu cuerpo«. #OhWait
¿Qué hacemos con el estrés?
Decía al principio que lo más interesante del ‘estrés psicológico’ es que lo importante no es tanto si la situación es estresante como el hecho de que pensamos que lo es.
A riesgo de sonar muy estoico, la única forma de hacer algo con el estrés es aprendiendo a diferenciar lo que merece una reacción de lucha-o-huída y lo que no. Hay muchas técnicas con respaldo científico para hacerlo, pero el corazón de la alcachofa es ese.
Suelo decir que el estrés es como una cuerda de guitarra. Si está demasiado suelta no sonará bien (o no sonará en absoluto), si está demasiado tensa puede romperse. La cuestión no es aporrear las cuerdas sin ton ni son, ni tener los mejores diapasones, metrónomos o afinadores. La cuestión es ir aprendiendo poco a poco, a fuerza de práctica y responsabilidad, cuando estamos afinados.